miércoles, 24 de septiembre de 2014

MENOPAUSIA: EL OTOÑO DE LA MUJER

Es otoño, uno más.

Las hojas se han ido acumulando sobre las ramas de éste, el árbol de mi vida, y ahora se disponen a caerse, sin dolor, y así hacer espacio para nuevos retoños.
En mí, esto significa nuevas ideas, nuevos proyectos y creaciones, nuevos amores y nuevas inspiraciones. Las ideas de los tiempos pasados están por abandonarme una vez más, y gracias a ello, puedo inventarme de nuevo cada día, construyéndome nueva, siempre nueva.

Ayer reflexionaba acerca de lo grande que es el ser y lo limitado que es el humano. Su combinación nos hace a nosotros, hombres y mujeres postmodernos; pero por lo general no somos conscientes: ni abarcamos el ser, ni tampoco ubicamos del todo bien — esto es, en la consciencia de vigilia— al humano.
Cuando la persona tiene claros estos conceptos —más allá de la racionalidad y del juicio—, y los lleva a la experiencia, entonces puede pleomorfizarse y crearse, recrearse y hacerse distinta, cada día. 

De ahí, que cada otoño, los vientos —alientos de los dioses— nos puedan desnudar; que cada invierno el ensueño nos envuelva para escribir en nosotros una nueva historia; que cada primavera nos sorprenda con este nuevo brote de creación que somos, siendo nosotros el mayor misterio a descubrir; y cada verano nos expandamos en nuestro ser novísimo, hasta conocerlo íntimamente. Y así llegar de nuevo al otoño, y soltar esa imagen de nosotros mismos, y hacer espacio para una nueva creación.

Ya de por sí, vivir en esta consciencia de existencia cíclica fuera del tiempo lineal y liberados de las ataduras del deber ser egoíco diseñado desde las más altas esferas de la cultura del momento, es ciertamente una excepcionalidad; que dicha excepcionalidad coincida con un momento de muerte y renacimiento como es la menopausia, intensifica la consciencia de recreación y por ende la oportunidad de reinvención, de forma exponencial.

Para hablar de la menopausia daré un rodeo —como es habitual en mí— e iremos a un viaje primero. Este viaje se remonta hasta el principio de la Humanidad, cuando —al menos en apariencia— la diferencia entre los humanos y los animales mamíferos superiores no era tan grande. Digamos —con permiso de los especialistas— que la evolución del ser humano ha sido, en gran medida, motivada por la búsqueda incansable de diferenciarse de sus hermanos animales. Desde genética, mental, psíquica, hasta mitológicamente. Son múltiples, ricas y diversas las maneras en que la Humanidad ha desarrollado, en base a su creatividad, diferentes formas de diferenciación, desde el lenguaje, la filosofía y las artes, hasta la economía, para llegar al punto álgido en que hoy nos encontramos: la era tecnológica.

El ser humano, a partir de la Revolución Industrial descubrió que no sólo era diferente que los animales, sino que si seguía por esa vía a quien se iba a igualar era a su Dios. Y de ahí la carrera vertiginosa en la que estamos desde hace unos cientos de años y cuya meta, de mantener este ritmo, no será otra que la extinción de nuestra especie.

En toda esta Historia, la mujer —la hembra humana—, ha sido un factor un poco incómodo para la carrera que el ser humano ha emprendido. Porque de los dos —hombre y mujer—, la hembra humana es la que más recurrentemente nos recuerda —a pesar de la evolución evolucionada supercalifrágilisticoespialidosamente fantástica de la Humanidad—, nos recuerda que no hemos dejado de ser animales. 

La hembra humana sangra todos los meses, como cualquier perra; la hembra humana tiene —como mínimo— pelos en las axilas y en el pubis y huele a sudor; la hembra humana produce leche como las vacas; la leche, el sudor y la sangre, huelen. La hembra humana cuando pare, lo hace igual que las yeguas, y si la dejan en libertad —cosa que hoy en día es casi inconcebible, en primer lugar para la propia mujer— es capaz de comerse la placenta, o plantarla, o hacer cualquier cosa menos deshacerse de ella. En fin, podríamos seguir…

La hembra humana es el recordatorio para la especie de que somos y seguiremos siendo animales en una parte de nuestro ser. Este primitivismo, ha llevado incluso a la Iglesia católica apostólica y romana a considerar si la mujer tendría alma o no; a dejarla fuera de la sociedad como en tiempos romanos —o más bien, desde los tiempos romanos y hasta la segunda mitad del siglo XX—, no permitiéndonos el voto.

La animalidad de la mujer incomoda, tanto al hombre como a la mujer occidentales, civilizados y modernos. Mucho daño, a mi parecer, nos ha hecho el discurso de que el culpable de todo, absolutamente todo, es el varón. Nos ha hecho un inmenso daño a las mujeres pensar así, pues nos sitúa en un lugar de víctimas que nos desempodera y nos hace violentas contra el hombre. Así que saliéndome de dicho nicho, la mujer ¡por supuesto! que ha querido desmarcarse de su apariencia animal, y dicha “carrera” la ha llevado hasta el colmo y la grotesca exageración de los tiempos actuales en los que en muchos sectores se define feminidad como tetas de silicona, labios inflados y tez con botox. Queremos ser modernas, no queremos que nuestros pelos nos recuerden nuestro origen animal ni nuestro pasado neandertal; nos horroriza ser “nietas” de Lucy; de la misma forma que los aristócratas unen el Gómez, Rodríguez o Martínez, con el de la Serna, Montealto, o lo que sea, para borrar su origen común y corriente.

El varón occidental, emprendió hace ya muchos años, la carrera filosófica y artística para establecer esta diferencia, y hoy por hoy se siente muy civilizado. En base a este complejo, —no digamos ya de inferioridad, que hace mucho ya de eso, sino de superioridad—, los occidentales blancos, caucásicos, letrados y sofisticados, han aplastado y siguen aplastando a todo aquello que les recuerda sus orígenes humanamente plebeyos: a los negros, a los indios, a los árboles que no le dejan pasar a la playa; al desierto que es tan seco que no se puede jugar golf en él ¡caray!; al clima que es tan cambiante así que mejor invento el aire acondicionado; a los huicholes que son unos ignorantes que le rezan a una planta en un lugar lleno de minerales preciosos; aplasta a lo femenino porque ¡a quién se le ocurre parir con dolor si hemos inventado drogas!. El occidental (varón y mujer) aplasta porque se tiene miedo. Le tiene miedo a su parte animal, a su Naturaleza. Le tiene miedo a lo femenino, a la Emperatriz del Tarot (Arcano III), ya no digamos a la Sacerdotisa (Arcano II). Y se escapa de sí mismo inventando la civilización. 

Sin embargo, la mujer, a diferencia del hombre, está “atrapada” por la Naturaleza. Y no es que el varón no lo esté, pero no es tan notorio —según él—  a la hora que con educación logra controlar su instinto de agresión, sobre todo. Pero la mujer, por más sofisticada que quiera parecer, sangra cada mes, y con su sangrado se pone sensible y se expresa, y eso no es sofisticado, ni educado, pues igual explota, o se pone a llorar por ahí sin venir a cuento. Así que la mujer ha sido la primera en enemistarse con su regla, con el embarazo —que no se note, decía mi abuela—, con el parto natural y la lactancia. Con sus orgasmos…

No hay más que ver —una se puede ver a sí misma si pone espejos— a una mujer multiorgásmica, es tan “feroz” que puede asustar. Y sí, efectivamente, la animalidad de la mujer asusta al hombre civilizado, asusta a la mujer civilizada y a los niños civilizados.

Y llegamos a la menopausia, para no extendernos más. La menopausia, en el siglo XXI —en donde la esperanza de vida se ha casi duplicado desde el tiempo de la Revolución Industrial—, nos pilla jóvenes, cosa que antes no. Y lo que pudiera ser un momento fantástico —y una escribe para que lo sea chicas, ¡lo sea para todas!— puede sin embargo ser causa de muchos malestares, enfermedades físicas y del alma. Todo dependerá qué tan familiarizadas estemos con nuestra primitiva parte animal o no. Si no lo estamos, llegarán los médicos civilizadísimos y nos darán terapia de sustitución hormonal tan civilizada como proclive de ser cancerígena, y nosotras diremos a todo que sí, como siempre, y aguantaremos estoicas que esto se pase, sin enterarnos de nada claro. Otras quizá hasta se “vacían” o se "congelan" la matriz, para ya no tener nada en donde el cáncer se pueda desarrollar. Y muchas, muchas, tendrán que tomar ansiolíticos, antidepresivos y pastillas para dormir.

Otras, aquellas que decidieron hace tiempo hacer un camino paralelo al de la civilización occidental, e indagar acerca de sus ancestros, de su sentido, de sus ritmos; aquellas que se fijaron en los astros y siguen a la Luna como tontas a ver si les lanza una sonrisa; aquellas que cantan la voz de sus sueños, y que de vez en cuando se meten aún en cuevas, celebrando la sabiduría de las abuelas, de aquella Lucy madre de todos; aquellas que se quitan los pelos porque es verdad que les gusta ser mujeres y no hembras, les gusta oler a jazmín o a nardos y no a tierra y sudor siempre; aquellas para las que eso de ser mujer es algo que inventan cada día con sus amigas; aquellas que sin cirugías ni producciones del tercer tipo, se siguen viendo “estupendas para su edad”, porque se alimentan sanamente en todos los aspectos y tienen hábitos saludables; aquellas, vivirán de otra forma esta nueva etapa.

A ellas, los calores les anunciarán que están empezando una nueva sexualidad. Una sexualidad libre de embarazos y crianza, y que es tiempo de empezar a gozarla en grande, con la pareja de siempre, con una nueva pareja, con nuevas parejas, con amantes y sin pareja, con amigas o con amigos, o con los dos. La sexualidad sagrada comienza a despertarse de forma natural.

La falta de sueño les dará mucha energía, que podrán aprovechar para pasear temprano por las mañanas y descubrir cómo despierta la vida y a qué huele el amanecer. El dormir menos despierta más siempre. Es momento de ponerse a leer lo que nunca les dio tiempo, de estudiar aquello que siempre quisieron, y si no hay dinero siempre está Internet, las bibliotecas públicas —que aún no desaparecen— y las librerías de viejo.

Nueva energía carga el cuerpo y la mente de la mujer en esta etapa, que está imparable y quiere cumplir sueños. Es momento de bailar, de reconocerse en el cuerpo de una forma distinta. El hombre si es compañero, ya está allí; pero si se está sola es tiempo de reconocer que una ha llegado hasta aquí por sus méritos y su trabajo, así que ahora le toca a ella. Después de dedicar la vida al esposo y a los hijos, padres o hermanos, ahora nos toca mirarnos a nosotras.

Es momento de desarrollar a la bruja. Nunca antes —quitando el embarazo— la alimentación en la mujer ha sido tan importante para ella. Con una correcta alimentación y buenos hábitos, no se requiere ninguna terapia de sustitución hormonal. Hierbas, raíces… la naturaleza tiene todo listo para recibirnos en sus brazos y ayudarnos a “compensar “. Es momento de conocer —si no lo han hecho antes— el poder de las plantas, y volver a despertar esta maestría que ha sido nuestra, de lo femenino, durante tantos miles de años.

Es tiempo de contar cuentos, de escribir, de hacer nuestra ropa. Es tiempo de pasear por las montañas. Es tiempo de reunirnos alrededor de un fuego con otras mujeres, y dejar de hacerlo solamente alrededor de mesas con cigarrillos y copas de vino.

Es tiempo de fiestas, ahora sí, en serio. Hay tanto que festejar mientras haya salud y vida. Es tiempo de emborracharnos de la Vida. Salir, festejar con los amores, disfrutarnos. Estaremos un tiempo más juntos y luego nos separaremos, quizá para siempre, en nuestro viaje de Existencia; así que es momento de disfrutar antes de la despedida, de celebrar cada encuentro, de honrar al otro, lo que me ha dado, lo que me da. Hay que divertirnos, ahora sí sin culpas, de verdad.

Es quizás en esta edad cuando la mujer es más responsable de ser cuidadosa de la especie, justamente porque ahora puede ya cuidar de sí misma. Ahora ya puede —en occidente al menos— desarrollarse, y sería una gran pena que no lo hiciera, pues al hacerlo, mis queridas hermanas, nos inventamos a nosotras mismas. Mucho hemos despotricado de que nos inventa el varón, que nos impone su moda y sus gustos, que nos dice qué sí y qué no. Ahora es tiempo, en este final del verano y comienzo del otoño de nuestra vida femenina, de hacernos a imagen y semejanza de nuestros sueños y anhelos. Sí se puede, y acompañada por otras es más fácil, no sólo más divertido.

Nos han dejado fuera, desde hace milenios, de la filosofía y la creación del pensamiento, aprovechemos el despiste del patriarcado, que está muy ocupado inventando teléfonos y peleándose por quién se queda con el botín de la banca, y empecemos a pensar —no como hombres— sino como mujeres liberadas de hormonas, de hijos, de maridos-hijos, etc…, empecemos a pensar como brujas y hechiceras. O al menos jugar a ello.

Muchas nuevas revelaciones aún faltan, apenas llega el otoño y lo que cumplió su función se retira, como la regla, como el matrimonio, como la crianza… Esperaremos el invierno, para ensoñar, y aguardaremos con esperanza y algo de nervios, una nueva primavera para ver de qué color son nuestras alas esta vez y de qué se trata el nuevo vuelo.

Transmutaciones de otoño y migraciones de invierno.

Hasta la próxima.




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