miércoles, 23 de julio de 2014

THIS LAND (& PUSSY & COCK) IS MINE

Contemplo, desde hace tiempo, cómo la institución en que hemos convertido a las relaciones de pareja, se desmorona. Tan rápido lo hace que nos está tomando por sorpresa, aunque parezca mentira, y no nos hemos preparado aún para plantear salidas ni soluciones alternativas ante el fracaso de eso que comúnmente llamamos amor. El derrumbe nos está agarrando con los pantalones abajo, o en bolas, a según…

Al ser humano, desde siempre, el amor lo tira, lo descoloca y le rompe el estado de seguridad que pretende crear alrededor de sus afectos. Así, cuando ya cree haber conquistado la cima del mundo —es decir a su propio corazón— viene un nuevo afecto y lo pone de cabeza. Este desorden caótico no respeta condición, ni clase social, ni nivel cultural, ni recursos intelectuales, y sabemos de infinitud de casos de hombres y mujeres sensatos, preparados, eminentes, que perdieron la cabeza por un amor prohibido a una edad ridícula.

A Carl Jung, por ejemplo, se le juzga muy duramente por ello. El talentoso psiquiatra, padre conceptos tan importantes como el inconsciente colectivo y las sincronicidades, fue tan humano como cualquier hijo de vecino y su mujer tuvo que vivir junto a él, sabiendo que ella no era la única proveedora de su felicidad, ni por supuesto la dueña de su corazón.

Si algo es común en los discursos acerca del adulterio es que la esposa es la víctima, y se da por hecho que los hombres son unos viles mujeriegos que sólo usan a la mujer para follársela. De ahí se desprende que las otras mujeres son unas brujas harpías ladronas de maridos, y en más de una ocasión se opina que la amante es una puta, así, simple y llanamente, una puta. O la esposa infiel es una puta, siempre acabamos siendo putas. Mujer libre, mujer puta.

Todo esto viene a cuento por una frase que escuché ayer de labios de una esposa humillada y dolida por la infidelidad de su marido: No entiendo cómo la otra mujer no pensó en mí —me decía— ¿por qué no nos protegemos entre mujeres, por qué no nos cuidamos?.

La frase me dejó pensando. Hay muchísimo que podría decirse al respecto de este tema, y todo, creo que ya ha sido dicho. Yo, al menos, no me canso de gritar a los cuatro vientos que el amor no va por ahí… El amor no es propiedad privada, la sexualidad no es propiedad privada, no lo es como diseño desde luego, que luego se quiera ejercer así y salga asao como sale, eso ya es harina de otro costal, pero esas dos energías —porque son energías, no son otra cosa— no pueden tener dueño. De hecho nada en esta Creación tiene dueño, aunque nosotros insistamos en que sí, en que la montaña es mía, y su oro… por supuesto. Que esta tierra es mía, que este río es mío, que el aire, que el agua, el petróleo, el gas, etc. Y bueno, ahí vemos las consecuencias que tiene esto que inventamos y que nombramos como propiedad privada. La consecuencia de este invento humano, también la inventamos nosotros y no existe en ninguna otra manifestación en el Universo —en ninguna— y la hemos bautizado como guerra.
Así es, cuando aparece la propiedad privada, aparece la guerra. Y uno, desde una postura intelectual, puede pensar que la guerra y por ende la propiedad privada, son tan viejas como la humanidad. Puede ser, pero la verdad es que no lo sabemos. Parece ser que la humanidad es muchísimo más antigua de lo que suponíamos, pero muchísimo; así que no podemos aseverar que en el tiempo esto sea una verdad. Pudiera no ser cierto y que en otros momentos hayan existido otras formas de relacionarnos que no implicaran el concepto de propiedad privada y por lo tanto la guerra no fuera necesaria. Esto lo pienso, sobre todo, porque somos la única especie en el Universo conocido que tiene tal comportamiento. Y eso, solito, da mucho que pensar.

El concepto de propiedad privada, cuando se lleva al terreno humano tiene un nombre —incómodo, pero real—: esclavitud. Hay muchas formas sutiles de esclavitud, y ciertamente, la propiedad de la sexualidad y de los afectos del vecino es una de ellas. Tan enmascarada cierto, que nos da por llamarla amor. Lo cual es delicado, porque se juntan peras con manzanas y todo se hace un lío tremendo.

Podría escribir cientos de páginas sobre este tema, cómo fue que empezó, cómo llegó a ser la verdad que pensamos hoy que es esto que llamamos fidelidad. Pero no ha lugar hoy aquí a disertar al respecto. Lo cierto es, que aunque hayamos construido las bases de nuestra sociedad y nuestra economía en conceptos tan dañinos e irreales como éste de la propiedad privada, lo cierto es que funcionan —no es que sirvan, es que funcionan, que no es lo mismo—. Esto es lo que hay. Tanto así que se sigue exterminando a un pueblo, ahora en presente, porque otro decidió que esa tierra era suya, y los otros se dejan la piel, se inmolan, matan y luchan de vuelta por defender esa misma tierra que consideran sin embargo suya. La palabra suya habría que iluminarla de rojo fosforescente.

Aunque la mayoría de la gente no vea la similitud entre una historia de adulterio, con el drama que suele conllevar para todos los afectados, y el conflicto entre Palestina e Israel, lo cierto es que es lo mismo. Exactamente lo mismo.

Mujeres israelíes esta semana pasada levantaron la voz llamando al exterminio de esa raza y todos nos echamos las manos a la cabeza. Mujeres —desde hace cientos de años— llaman putas a otras. Mujeres consideran bastardos a los hijos fruto del adulterio de sus maridos. Mujeres que hacen la guerra a otras mujeres. La guerra de las mujeres, entre mujeres. Desde esta postura de propiedad privada es que una mujer ayer levanta la vista y me pregunta por qué no nos protegemos entre nosotras… ¿Por qué si es mi marido, ella me lo quita y destroza mi matrimonio?.

Cuando uno se libera del concepto de propiedad privada se queda muy solo en esta sociedad. Quizá uno logra ser libre, sí, pero como es de los pocos, su libertad le trae de regreso cierto aislamiento e incomprensión. Si algo me he dado cuenta, es que al ser humano le gusta vivir esclavizado a todos sus apegos. Se entiende por amor que otro te posea, ser de alguien. Soy tuya mi amor, sólo tuya… Ese es el juego que hemos decidido inventar para vivir el amor; y esas son las reglas del juego. El juego de la propiedad privada y de la guerra es muy rentable, de hecho es el eje de la economía actual. Quizá es nuestro mecanismo de autorregulación —a falta por supuesto de haber evolucionado nuestra conciencia—. Y así, cuando somos demasiados nos matamos y listo, hacemos hueco para otros nuevos. Lo malo es que los nuevos dejan de serlo a la hora en que pierden la inocencia de la infancia y crecen siendo más de lo mismo: mismas ideas, mismos paradigmas, mismos apegos, mismos dramas, mismos problemas y enfermedades. Así que sólo mueren y nacen, mueren y nacen, los mismos de siempre.

En lo personal, todo este circo me aburre soberanamente, ya ni siquiera sé si me duele. Desde que era muy niña y leía a Mafalda, los árabes y los judíos estaban liados a leches. Así que aunque no sea muy correcto decirlo en alto, el tema me aburre. Me aburre también que seamos tan leídos, estudiados y meditados y que a la hora del amor nos comportemos igual que una multinacional como la coca cola, o que un red neck puritano. Me aburre y me decepciona que aún no he conocido a nadie que no tema amar libremente sin convertirlo en un vulgar libertinaje inmaduro. Me aburre y me hace sentir como una niña que se ha quedado sin amigos.

Quiero pensar que no sólo yo —y cuatro pendejos más— ponemos nuestra sesera al servicio de pensar nuevas alternativas ante el amor que no sean la propiedad y la guerra, el dolor, la enfermedad y la muerte. Quiero pensar que unos más que nosotros poquitos, no sólo lo piensen y se quede en lo discursivo, sino que tengan la valentía, la inocencia y el suficiente sentido del humor para comenzar a ponerlo en práctica… Pero me temo que aún el miedo a perder está demasiado arraigado en los humanos.

Es una lástima.

Por hoy, el odio en este planeta seguirá un día más, y se llevará con él a cientos de vidas. El horror vencerá una vez más en Tierra Santa. Los rebeldes árabes serán aniquilados, sembrando así más profundamente la semilla del odio en el ADN de sus descendientes. Un día más, millones de hombres se irán a dormir y mirarán a sus mujeres sintiéndose culpables porque ya no las aman como antes. Y millones de mujeres se despertarán y mirarán a sus hombres y pensarán que ya no los aman como antes. Y ambos desayunarán con una sonrisa cortés y cariñosa, y se separarán, deseándose buen día, para ir en búsqueda, un día más, de aquello que les dé sentido a sus vidas. Sus vidas.



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